— ¿Oyes esos disparos, Inuki?, están cazando. Aquí corremos peligro, será mejor marcharnos.
Se llamaba Luis, y no se le ocurrió otro regalo para celebrar el cumpleaños de su hijo, José, que enseñarle a cazar. Aquel día amaneció luminoso y José se levantó sin protestar, estaba contentísimo de que, por fin, se lo llevara de caza; se creía mayor. El padre, orgulloso de que su hijo siguiera la tradición, le iba explicando todo el ritual, mientras, el chaval observaba con atención, luego procuraba imitarlo en todo. Luis se sentía tan admirado como satisfecho.
Se adentraron por el bosque hasta llegar a un claro que frecuentaban los lobos, echaron carnaza y se apostaron en un escondite. Esperaron durante dos horas, que al niño se le hicieron eternas; pero, era tal su entusiasmo, que no se atrevió a protestar. Al contrario, acechaba pacientemente al lado de su maestro mirándole de reojo con gran devoción y copiando todos sus movimientos.
Al final, apareció un lobo. El cazador hizo un gesto para que se mantuviera en silencio. El corazón de José latía emocionado, los ojos clavados en el lugar donde se entreveía moverse al animal. Poco a poco, salió del matorral y pudo ver una hermosa loba seguida de tres lobeznos que saltaban jugando entre ellos. Fue una visión bonita por un instante; por un instante porque el disparo del rifle rompió aquel cielo tan azul, cesaron los trinos, se llenó de aves espantadas.
La loba cayó malherida, los cachorros huyeron. Luis y José se acercaron a la presa abatida, aún estaba viva, les miraba con ojos de terror. La remató de un tiro. Un poco antes era una loba preciosa, con su espeso pelaje de invierno, acompañada de sus pequeños; sin embargo, ahora yacía con la cabeza destrozada en un charco de sangre.
José miro a su padre con los ojos anegados de lágrimas
—Era una mamá, ¿verdad? ¿Qué pasará ahora con sus lobitos? ¿Se quedarán solos y se morirán de hambre?
No supo qué contestar, no se esperaba estas preguntas. José miró fijamente a su padre sin decir nada más, no era necesario. Luis podía leer en la mirada de su hijo el desprecio y la tristeza que le había causado el espectáculo, aquellos ojos lo veían como un asesino.
El cazador no estaba preparado para esto, en unos minutos había pasado de ser un padre admirado a ser menospreciado. Intentó consolarlo con una caricia, pero José la rechazó y le dio la espalda. “Los hombres no lloran” le decían siempre, “Los hombres no lloran” repetía apretando los dientes, pero las lágrimas rebeldes rodaban por sus mejillas. Tanta crueldad gratuita lo sobrepasaba.
Luis me contó que, durante meses, sufrió unas pesadillas terribles y que se despertaba gritando; entonces acudía la madre a consolarlo. El chico le explicaba que soñaba con la loba ensangrentada y los lobeznos, que veían desde los arbustos como mataba a su madre. Después se marchaban y aullaban de pena hasta que morían de hambre. Se echaba a llorar y no era tarea fácil tranquilizarlo porque tenía miedo de dormirse y volver a soñar.
¿Sabes, Inuki? Luis me confesó que le había afectado tanto que su hijo lo considerara un desalmado que nunca volvió a cazar. La mirada de reproche y de terror del niño se le quedó clavada en el alma. Él quería ser un padre de quien pudiera sentirse orgulloso.
Vámonos, Inuki, vámonos antes de que un escopetero loco nos arree un tiro, que tú te pareces demasiado a un lobo y, si te matan, te echaría mucho de menos.
No es una historia inventada, Luis y José existen y estos hechos ocurrieron en la década de los ochenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.